En la secundaria Caritino Maldonado, situada en el puerto de Acapulco, la violencia de afuera se filtró a las aulas. Los alumnos de tercer grado cobraban “derecho de piso” a los de primero. Como ignoraban “de qué clase de gente podían ser hijos los estudiantes”, los maestros habían establecido el acuerdo tácito de no reprobarlos. A seis meses de iniciados los cursos, los alumnos de primer grado apenas cruzaban palabra con sus compañeros de salón. El miedo regía la actitud de los padres, los alumnos, los maestros.
La secundaria reproducía el modelo social existente en la colonia Progreso, uno de los barrios de mayor riesgo de Acapulco. El tejido social, según un estudio de la Facultad de Psicología de la UNAM, estaba completamente roto. Había sido remplazado por “lazos sociales de carácter perverso”. En los patios de la escuela no existía otro modo de relacionarse que no fuera la burla, la anulación del otro, las agresiones físicas y verbales. Un test de identificación había demostrado que entre las figuras más admiradas por los alumnos se hallaban los marinos, los miembros del Ejército, los médicos… y los sicarios.
Acapulco es la segunda ciudad más peligrosa del mundo, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública. La colonia Progreso se lleva con frecuencia los titulares de nota roja.
Los índices de violencia registrados en el barrio suelen superar al del resto de las colonias conflictivas del país. La subsecretaría de Prevención y Participación Ciudadana de la Segob la ha incluido entre los puntos de mayor riesgo, no solo de Acapulco, sino de la república. En esa zona flagelada por el secuestro, el narcomenudeo y la extorsión hay una lucha a muerte entre los grupos criminales que emergieron tras la caída de Arturo Beltrán: La Barredora, el Cártel Independiente de Acapulco.
En agosto del año pasado, la Facultad de Psicología de la UNAM echó a andar un proyecto piloto de investigación en la colonia Progreso. El objetivo era atender al sector más vulnerable en climas de violencia: los adolescentes tempranos. “La intención era averiguar si era posible sustituir el tejido perverso por otro más solidario, más amigable”, explica la doctora Berta Blum, responsable del proyecto.
Un grupo de investigadores se trasladó al puerto. Su informe indica que el ambiente de paranoia que se vivía en la escuela los contagió. Aquellos niños de entre 11 y 15 años habían vivido historias inimaginables. Al padre de un alumno lo habían quemado vivo en un camión. A otro lo habían descuartizado frente a los ojos de su hija, una alumna de segundo grado. Una profesora “levantada” logró salvarse sólo porque su secuestrador la reconoció: el año anterior había aprobado al hijo de éste.
Los investigadores rindieron un reporte desolador. Puede ser el de cientos de secundarias del país. La autoestima de los maestros estaba por los suelos. Muchos habían sido amenazados por los padres. Ninguno se atrevía a castigar, a poner límites. El impacto de la violencia estaba logrando “la deformación del aparato síquico de los adolescentes”. En vez de erigirse como constructora de legalidades, la secundaria estaba creando “sujetos mal construidos que aceptan cualquier tipo de valor y de cosa”.
Los padres declaraban su angustia cotidiana: nadie sabía si volvería con vida a su casa. A esto se agregaba la violencia intrafamiliar, una de las epidemias de la colonia Progreso.
De acuerdo con el informe, en seis meses de trabajo el tejido fue visiblemente reconstruido. “La adolescencia consiste en abandonar los antiguos modelos de identificación y salir a buscar, lejos de casa, grupos de pares”, dice la doctora Blum. El modelo consistió en hacer que los alumnos formaran equipos a través de afinidades simples, como el gusto por un color determinado. “Después de formar grupos, hicimos un buzón anónimo de problemas —cuenta la investigadora—. Cada quién escribía el suyo. Luego se leía la tarjeta que contenía el problema. De ese modo ellos mismos se fueron comunicando su problemática: padres golpeadores, hermanos ‘levantados’, parientes metidos en el crimen organizado. Así se fueron conociendo. Fuimos proponiendo un modelo de solidaridad y cooperación, una forma colectiva de contener los dolores y los miedos, de ayudarlos a pensar”. Por primera vez en mucho tiempo, los alumnos forman un grupo. Ese fue el efecto de la intervención.
El estudio de la UNAM revela lo que viven los adolescentes de las ciudades más violentas de México. De acuerdo con Blum, todavía es posible suturar. Diseñar modelos donde participen las universidades de cada estado.
Pero hay que hacerlo ya. Hay que hacerlo ya.
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