"No nos está matando Israel, no está matando Hamás. Nos asesina el mundo que nos tiene encerrados"
Dos niñas palestinas pasan corriendo un coche ambulancia destruida cuando escapan de sus hogares durante un breve período de alto el fuego. Oliver Weiken
BEIT JANÚN.- En 1945, concluida la Segunda Guerra Mundial y con el horror del Holocausto como un espectro que cobraba dimensión de crimen inhumano, 51 países se reunieron en San Francisco para crear un organismo mundial cuya misión sería evitar que se repitieran los errores y horrores de la historia.
Tres años después, y reunidos en París, los mismos estados adoptaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un corpus legal de 30 artículos que recogen los derechos fundamentales de la Humanidad.
Y desarrollaron un código ético planetario que entre otras cuestiones, establece el estatus y la defensa de los civiles en tiempos de guerra y la inviolabilidad de la instalaciones de Naciones Unidas.
Salma, 12 años, pelo enmarañado, piel sucia, no conoce el derecho internacional humanitario, pero fue a la escuela de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA) atacada hoy porque su madre le dijo que allí el miedo se diluía.
La noche anterior, aviones de combate israelíes, apoyados por la marina de guerra, habían bombardeado sin descanso -una bomba cada 10 segundos- el barrio en el que vivían, Beit Lahia, vecino a la verja que aisla a Gaza.
Salma tampoco lo sabía, pero esa noche que huyó con sus hermanos, dejando atrás juguetes y vestidos, el Ejército israelí preparaba el terreno para una incursión terrestre que en apenas una semana se ha cercenado la vida de más de 500 personas, casi todas civiles.
"Abi, abi, (padre, padre)" grita y se retuerce en el suelo del hospital cercano sumida en algo que ni siquiera se puede llamar desesperación, si no ese dolor sin nombre -envuelto en pánico atroz- que impregna las mentes de quienes han padecido la tortura.
Hace apenas unos minutos que un proyectil ha impactado en la escuela donde se sentía a salvo y el llanto impide que otras palabras fluyan.
Ni siquiera es capaz de pronunciar su nombre. Tampoco las decenas de Salma, Salwa, Huda, Ibtisam, que se agavillan muy juntas bajo las escaleras, en el rellano del hospital, sobre el que vuelan los "drones" israelíes como buitres en día de fiesta.
Una rosario de rostros compungidos que viajan de la histeria al silencio con un único denominador colectivo, el suplicio infinito de quien desconoce su pecado y tiene como única ambición sobrevivir a la miseria a la que le han condenado los intereses de quienes gobiernan el mundo.
"No nos está matando Israel, no está matando Hamás. Nos asesina el mundo que nos tiene encerrados", grita una mujer envuelta en una túnica negra, de repente zaina por el luto.
A su vera, una mujer joven sumida en un manantial de lágrimas que caen en cascada, sostiene sin consuelo posible a dos gemelos que lloran con la toquilla y la ropa manchada de la sangre de su hermano mayor caído.
"Nos mata Egipto, nos mata Egipto, ni siquiera nos queda el derecho a escapar", brama de nuevo la mujer mientras Salma se agarra con angustia a sus faldas y añade una palabra más a su atormentada letanía: "Abi, abi, ¿wen Abi?" (mi padre, mi padre, ¿dónde está mi padre?).
Desde que el pasado 8 de julio Israel lanzara su actual ofensiva contra Gaza, más de 120.000 gazatíes han buscado amparo internacional en escuelas albergue de la ONU en toda la Franja, más del doble de lo previsto.
Son, quizá, de las más afortunadas. Otros muchos se han visto obligadas a desplazarse internamente a casas de familiares pese a que ninguna zona está ya a salvo en toda la Franja de los cañones y los misiles israelíes.
Y miles más deambulan por la ciudad, en busca de protección en iglesias, hospitales y mezquitas, algunas de las cuales también han sido bombardeadas, sin saber muy bien si tendrán un lugar al que regresar.
Una situación que se ha agravado tras la incursión la semana pasada de la caballería blindada israelí, que ha despoblado localidades enteras, como la propia Beit Janun, transformada en una fantasmal línea de combate, y reducido a escombros barrios completos como Shahaiya, que costará años reconstruir.
Salma y la mujer de negro que no dice su nombre -tampoco importa- no tienen siquiera el derecho a huir de la muerte, a abandonar su tierra, convertida en cárcel y tumba.
Israel asedia su perímetro y bombardea su patria, y Egipto ha colocado un miserable muro de ambición política en la única puerta que les conduciría a la libertad.
Cae el sol, un día más -y van 18- en la línea del frente de Beit Janún, entre detonaciones y sollozos, y poco importa ya si fue un cohete de Hamás o un proyectil israelí.
El acre aullido de los que ahora gimen de dolor en el patio del hospital es uno: "¿Dónde está, qué hace, la comunidad internacional?".
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