BIRMINGHAM. "Todavía estamos segregados", dice Tomika Elsten, de 47 años, con maquillaje impecable y perfume firme, al llegar con su familia a la misa dominical en la iglesia de Birmingham (Alabama) que sufrió hace medio siglo uno de los atentados racistas más siniestros durante la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos.
La muerte de cuatro niñas negras en esta iglesia baptista de Alabama y el posterior asesinato del presidente John F. Kennedy en Texas fueron el detonante definitivo para que Washington aprobara en 1964 la ley de Derechos Civiles que prohibió la segregación racial, y de cuya firma se cumplen cincuenta años.
"Somos una iglesia predominantemente negra en vez de multicultural como intentamos que sea", lamenta Tomika, que alega en una reciente entrevista que las leyes de los años 1960 conllevaron una igualdad sobre el papel, pero todavía queda un largo trecho para conseguirla en su vida real de afroamericana nacida y crecida en Alabama.
Cuando Tomika nació, todavía pesaba sobre la mayor localidad de Alabama, Birmingham, el lastre de ser la ciudad más segregada de Estados Unidos, de ser un avispero de la violencia racista con más de 50 atentados en dos décadas y de contar con una de las policías más agresivas contra el movimiento de derechos civiles.
Hoy con 70 años, Armond Bragg recuerda con precisión esa década de protestas y detenciones en Birmingham: "No pasábamos miedo porque llegas a un punto que ya te da lo mismo tu vida, en que la libertad es más importante que vivir", cuenta a Efe con los primeros cantos de gospel de fondo.
Para Bragg, lo que no ha logrado la comunidad afroamericana aun es la igualdad de "oportunidades". "Tenemos todavía problemas, por ejemplo, con el empleo; no hemos conseguido situar a los suficientes ejecutivos negros en las grandes corporaciones ni en los puestos de gobierno".
Por cada 100 dólares que cobra un hombre blanco estadounidense, un varón afroamericano cobra 79 y una mujer negra 67, según la Oficina de Estadísticas Laborales, que asegura que los niveles de desempleo de esta minoría llegan a duplicar a la de la etnia mayoritaria en el país.
En muchas aulas no sólo se mantiene la presencia de grupos étnicos en desproporción respecto a otros, sino que un estudio de este año de la Universidad de California alerta de los altos niveles de abandono escolar entre hispanos y afroamericanos.
"Aquí los distritos escolares van por territorio. Si tienes el dinero vives en esta área y vas a esta escuela; si no tienes dinero, tienes que ir a otro colegio", subraya Bernard Simelton, un afroamericano de 60 años que preside en Alabama la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color (NAACP).
La entidad, la gran plataforma desde la que la comunidad negra impulsó los cambios legales en los años 1950 y 1960, alerta todavía de disparidades raciales, y Simelton lo detecta especialmente en la enseñanza, la justicia, la sanidad y la implicación política.
Los hombres afroamericanos tienen seis veces más probabilidades de ser encarcelados que los blancos y 2,5 veces más que los latinos, según calculan los activistas de Sentencing Project.
Lo cierto es que un 13 % de la población estadounidense es negra, pero esta etnia carga con índices de presencia en las celdas y en los corredores de la muerte mucho mayores. "Una de las causas es la falta de acceso a una buena representación legal", asegura el presidente de NAACP en el estado sureño.
Dice Simelton que cuesta conseguir que los jóvenes negros se impliquen en política porque "no ven el voto como una prioridad. No entienden que muchos de los problemas que les afectan pueden cambiarse yendo a votar".
Esa es, a su pesar, una reivindicación que persiste cincuenta años después del movimiento de los derechos civiles, del que Birmingham fue testigo de su lado más triste.
La crudeza de la situación en esta ciudad sureña forzó a Martin Luther King Jr, líder 'de facto' del movimiento, a trasladarse hasta Birmingham y fue allí donde lo detuvieron y desde su celda escribió una famosa carta en la que decía que el opresor nunca concede la libertad, sino que debe ser el oprimido quien la reclame.
Las duras cargas policiales de 1963 en Birmingham, donde los perros mordieron a los manifestantes, se les tiraba agua a enorme presión e incluso los niños fueron encarcelados, dejaron sin palabras a millones de televidentes estadounidenses y del mundo occidental.
E impactó más todavía la muerte por una explosión de dinamita de cuatro niñas negras en una clase de religión de la iglesia baptista de la calle 16, un domingo de septiembre de 1963, tan solo veinte días después de que el discurso "I have a dream" de King congregara a 250.000 personas en Washington reclamando la igualdad.
"Estamos constantemente recordando ese episodio en la iglesia", explica Tomika antes de misa. "Sabíamos que si cambiábamos Birmingham, cambiábamos la nación", recuerda Armond en la escalinata de entrada.
Y justo delante de la iglesia, entra un grupo de escolares en el Centro de Derechos Civiles, un extenso museo que recuerda los tiempos en los que coexistían dos Alabamas. Al menos en esta ocasión, la gran mayoría de visitantes son afroamericanos.
La muerte de cuatro niñas negras en esta iglesia baptista de Alabama y el posterior asesinato del presidente John F. Kennedy en Texas fueron el detonante definitivo para que Washington aprobara en 1964 la ley de Derechos Civiles que prohibió la segregación racial, y de cuya firma se cumplen cincuenta años.
"Somos una iglesia predominantemente negra en vez de multicultural como intentamos que sea", lamenta Tomika, que alega en una reciente entrevista que las leyes de los años 1960 conllevaron una igualdad sobre el papel, pero todavía queda un largo trecho para conseguirla en su vida real de afroamericana nacida y crecida en Alabama.
Cuando Tomika nació, todavía pesaba sobre la mayor localidad de Alabama, Birmingham, el lastre de ser la ciudad más segregada de Estados Unidos, de ser un avispero de la violencia racista con más de 50 atentados en dos décadas y de contar con una de las policías más agresivas contra el movimiento de derechos civiles.
Hoy con 70 años, Armond Bragg recuerda con precisión esa década de protestas y detenciones en Birmingham: "No pasábamos miedo porque llegas a un punto que ya te da lo mismo tu vida, en que la libertad es más importante que vivir", cuenta a Efe con los primeros cantos de gospel de fondo.
Para Bragg, lo que no ha logrado la comunidad afroamericana aun es la igualdad de "oportunidades". "Tenemos todavía problemas, por ejemplo, con el empleo; no hemos conseguido situar a los suficientes ejecutivos negros en las grandes corporaciones ni en los puestos de gobierno".
Por cada 100 dólares que cobra un hombre blanco estadounidense, un varón afroamericano cobra 79 y una mujer negra 67, según la Oficina de Estadísticas Laborales, que asegura que los niveles de desempleo de esta minoría llegan a duplicar a la de la etnia mayoritaria en el país.
En muchas aulas no sólo se mantiene la presencia de grupos étnicos en desproporción respecto a otros, sino que un estudio de este año de la Universidad de California alerta de los altos niveles de abandono escolar entre hispanos y afroamericanos.
"Aquí los distritos escolares van por territorio. Si tienes el dinero vives en esta área y vas a esta escuela; si no tienes dinero, tienes que ir a otro colegio", subraya Bernard Simelton, un afroamericano de 60 años que preside en Alabama la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color (NAACP).
La entidad, la gran plataforma desde la que la comunidad negra impulsó los cambios legales en los años 1950 y 1960, alerta todavía de disparidades raciales, y Simelton lo detecta especialmente en la enseñanza, la justicia, la sanidad y la implicación política.
Los hombres afroamericanos tienen seis veces más probabilidades de ser encarcelados que los blancos y 2,5 veces más que los latinos, según calculan los activistas de Sentencing Project.
Lo cierto es que un 13 % de la población estadounidense es negra, pero esta etnia carga con índices de presencia en las celdas y en los corredores de la muerte mucho mayores. "Una de las causas es la falta de acceso a una buena representación legal", asegura el presidente de NAACP en el estado sureño.
Dice Simelton que cuesta conseguir que los jóvenes negros se impliquen en política porque "no ven el voto como una prioridad. No entienden que muchos de los problemas que les afectan pueden cambiarse yendo a votar".
Esa es, a su pesar, una reivindicación que persiste cincuenta años después del movimiento de los derechos civiles, del que Birmingham fue testigo de su lado más triste.
La crudeza de la situación en esta ciudad sureña forzó a Martin Luther King Jr, líder 'de facto' del movimiento, a trasladarse hasta Birmingham y fue allí donde lo detuvieron y desde su celda escribió una famosa carta en la que decía que el opresor nunca concede la libertad, sino que debe ser el oprimido quien la reclame.
Las duras cargas policiales de 1963 en Birmingham, donde los perros mordieron a los manifestantes, se les tiraba agua a enorme presión e incluso los niños fueron encarcelados, dejaron sin palabras a millones de televidentes estadounidenses y del mundo occidental.
E impactó más todavía la muerte por una explosión de dinamita de cuatro niñas negras en una clase de religión de la iglesia baptista de la calle 16, un domingo de septiembre de 1963, tan solo veinte días después de que el discurso "I have a dream" de King congregara a 250.000 personas en Washington reclamando la igualdad.
"Estamos constantemente recordando ese episodio en la iglesia", explica Tomika antes de misa. "Sabíamos que si cambiábamos Birmingham, cambiábamos la nación", recuerda Armond en la escalinata de entrada.
Y justo delante de la iglesia, entra un grupo de escolares en el Centro de Derechos Civiles, un extenso museo que recuerda los tiempos en los que coexistían dos Alabamas. Al menos en esta ocasión, la gran mayoría de visitantes son afroamericanos.
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